domingo, 20 de febrero de 2011

INFANCIA

Los Raimondi eran una familia de agricultores que alguna vez se mudaron a mi pueblo, y como no pudieron olvidarse del campo sembraron hasta en el baldío del fondo, quizá para demostrar que cada pedazo de tierra es un cofre mágico que con trabajo y una llave de semillas se abre para regalar un tesoro de frutos.
La casa del Marito Raimondi, que era mi amigo, estaba justo en la frontera que divide al pueblo en dos, porque Baigorrita tiene un “de este lado de las vías” y un “del otro lado de las vías”; en realidad porque todos los pueblos de la provincia de Buenos Aires están divididos por las vías del ferrocarril.
Para mí aquella casa era un poco mágica, tal vez porque cuando uno es niño todas las casas guardan algún tipo de encanto.
Después de tomar el Toddy, y partiendo desde la vereda del Hotel de Quico Molinari, cruzando la calle había que atravesar el arenal de la esquina de Doña Cata y Don Carmelo Passarello. 
En aquella esquina me detenía muchas veces a observar como se hundían hasta los rayos las ruedas de los sulkys y charrés en el pequeño desierto que mas que arena parecía líquido.
A la derecha, frente al hotel estaba el baldío del Ferrocarril San Martín, a la izquierda el kiosco de Don Carmelo.
Invariablemente por las tardes iba a comprarle a Doña Cata los chupetines Topolín con sorpresas que si uno tenía suerte le traían un barquito que servía para navegar en el charco del costado de las vías. La vereda del kiosco era de brea, fue la única vereda construida en ese material que yo vi. en toda mi vida. En el verano, cuando todo el pueblo se pone rojo de calor solía pasarme horas rescatando chapitas de gaseosas que quedaban atrapadas en la brea o dejando la huella de mis zapatillas Flecha estampada a perpetuidad.
Un poco más adelante estaba la casa donde alguna vez fuera el bar Chanta Cuatro, mi hogar, el de mis abuelos y boliche de mi viejo, eternamente pintado del mismo color. Una casa con infinitas historias porque como decía, fue boliche, sodería, comité de la Unión Cívica Radical Intransigente, volvió a ser boliche y sodería. En esa misma casa vivió la familia del único del pueblo que nunca volvió de la guerra de Malvinas, mi amigo Miguel Ángel Soriano, que se fue a pique junto con el Belgrano el día del ataque criminal del imperio inglés… pero me voy a apurar un poco porque tengo que llegar a la casa del Marito antes de que los otros empiecen a jugar.
Así, corriendo pasaba por el frente de la casa de mis tíos, Elba y Rodolfo, a veces iba tan apurado que me chocaba un pedazo de riel con la sigla FNGSM que estaba plantado en la vereda y que nunca supe quien, ni porque lo habían puesto allí, pero que seguramente les habrá llegado alguna de mis puteadas. Después de putear seguía corriendo por la vereda de la señora de Ferreyro, la del tapial con el cartel que eternizaba las elecciones del setenta y tres y que decía ALENDE – SUELDO.
Inmediatamente llegaba a la Tienda del Rusito Ostrovsky y justo allí detenía mi vehículo imaginario, lo estacionaba en la puerta y entraba. Se abría entonces ante mis ojos de niño un paraíso de sueños, de un lado y del otro, a izquierda y derecha estaban todos los juguetes que uno le podía pedir a los Reyes Magos, ahí estaba la bicicleta “Aurorita” del Juanca, toda anaranjada, con ese color de tibio fuego que tantas noches ocupó mis sueños y que hacía juego con el color del cabello del Rusito. También estaban ahí Oscar y la señora, como pintados, siempre  tan limpios y ordenados que parecían transparentes, ahí estaba también ese inolvidable olor a géneros que Oscar traía del Once para vestirnos a todos en el pueblo, y estaban Clara y Judith, las dos rusitas que siempre fueron las mejores alumnas del colegio y que nunca tuvieron novio en el pueblo porque según decía la chusma, los judíos se casan únicamente con otros judíos. 
Pero ahí también estaba el Juanca, uno de la barra. Juanca casi siempre estaba haciendo los deberes, porque él también era siempre el mejor alumno. 
Oscar lo llamaba y aparecía mi amigo, con los ojitos azules, transparentes y el pelo color del fuego, con toda la cara llena de pecas, entonces pasábamos a su casa y de una caja de juguetes elegíamos las armas. El escogía el revólver que parecía “denserio” y yo una réplica de una ametralladora Thompson, que no tenía nada que ver con los vaqueros y el Lejano Oeste pero que a mí me gustaba porque era la que usaba Elliot Ness, el de Los Intocables. 
Luego nos íbamos casi volando por encima del piso de pino tea de la tienda, subíamos a las motocicletas o a veces a los caballos imaginarios y nos cruzábamos a lo del Marito Raimondi.
La casa, que antes fue Mercado de Ramos Generales, ocupaba un terreno de cien por cincuenta metros, justo lindante con las vías del ferrocarril, como ya dije, justo en la frontera de éste lado de las vías. Era muy alta, gris, con puertas que parecían ser la entrada de algún castillo y con las ventanas eternamente cerradas por persianas de hierro, de esas que se arrollan. Para subir a la vereda había que hacer saltar un poquito la moto o el caballo porque estaba bastante mas alta respecto de la calle. Después seguíamos a los barquinazos entre baldosas flojas y faltantes de aquella vereda desdentada como casi todas las veredas de Baigorrita y llegábamos a la puerta de la cocina del Marito, pasando por el costado del jardín de Rosita, su madre, que siempre estaba de colores.
Juanca golpeaba la puerta de atrás porque él tenía mas confianza con la familia y a veces hasta entraba por un comedor inmenso con el piso de baldosas con motivos búlgaros de esas que ya no veo más. Llamábamos al amigo y salíamos al patio grande donde estaba el palomar, los galpones y las viejas maquinarias agrícolas de Don Mario, el escenario ideal para nuestros juegos.
A eso de las cinco y media o seis de la tarde llegaba todo el resto de la barra, el Bochita Corro y el Pirulo que eran primos y que además de jugar habían aprehendido precozmente a laburar para arrimar algo de guita a la casa. Después aparecía el Bocha Balbi y al ratito Rubén, el hermano menor de Marito, que tiene la edad de mi hermano Sandro y que siempre llegaba un poco tarde porque iba al colegio al segundo turno.
Ahí mismo nos repartíamos en dos grupos, y éramos de a ratos buenos y de a ratos malos sin ningún cargo de conciencia.

Cuando estaban los dos bandos formados nuestra fantasía nos transportaba al Lejano Oeste, o como decíamos nosotros al tiempo de los “coboy”. Los pajonales del costado de las vías se convertían en desierto y el viejo palomar en montaña del Gran Cañón donde más tarde emboscaríamos a alguien.
- ¡Pám! – sonaba un disparo 
- ¡Muerto el Bochita!, ¡Vamos Bochita salí que ya estás muerto!
- ¡Pám, pám, pám! ¡Muerto el Mario!
Y luego la resurrección y vuelta a repartir los bandos. Mil veces nos sorprendió la noche escondidos entre los pastizales, mil veces le dijimos al Juanca
- ¡Andá Ruso maricón –
Porque tenía que irse a su casa y nos abandonaba en medio de la aventura. Mil veces me calentaron el culo a chirlos por llegar de noche a mi casa, pero aún hoy cierro los ojos y puedo ver, oler y correr como un pibe, puedo sentarme a escribir todas estas cosas y puedo llorar un poco con la dulce nostalgia del recuerdo escuchando al coro de voces que me grita
- ¡Andá Flaco maricón!
Tal vez porque los abandoné en el medio de la aventura de vivir en Baigorrita.


MARIO ANGEL ALONSO

1 comentario:

  1. ¡Andá flaco maricón!!! aún sigue gritando el coro de voces...desde Baigorrita. Se te sigue extrañando loco! Saludos, R.

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