martes, 23 de agosto de 2011

A VECES LA LIBERTAD

A VECES LA LIBERTAD


Cordialmente tiró de la soga que dejaba caer la navaja de la guillotina sobre el cuello del  condenado.
Correctamente afilada por sus manos, la enorme hoja cortaba huesos y carne sin doler.
No hubo quejas.
La multitud católica, emocionada, aplaudió tanta cortesía
.

Mario Angel Alonso


El lugar olía a encierro, a mierda y soledad.

Unas enormes ratas le acompañaron desde su primer suspiro.

Su madre le había parido en medio del encierro al que la sometiera el propio Torquemada.

Cada noche la extrañaba y soñaba con el triste final a que el sadismo divino la había condenado cuando aún era niño.

Fue arrancado de las manos de la mujer.

A rastras, por encima de la inmundicia, ella fue arrojada fuera del claustro.

Alguna rata había mordido la oreja izquierda de la pobre impía.

Ya no se parecía a la mamá que todas las noches le cantaba:

    - Sol solet,
    vine'm a veure
    vine'm a veure
    sol solet
    vine'm a veure
    que tinc fred.

Allí mismo, frente a la reja que daba al patio celebraron el juicio.

De cada rincón de la aldea concurrieron las vecinas convocadas por el cura.

Quienes la sabían inocente se amontonaron aterrados en el fondo, mezclados con la chusma que gritaba a voz en cuello que la pobre les había maldecido, que por las noches era la novia del demonio, una bruja y todo tipo de absurdos.

Una vez calmada la horda delirante, comenzó el interrogatorio.

La misma pregunta repetida mil veces.

    - ¿Hija mía, eres pecadora?

Estaba prohibido responder con un no, así lo dictaban las Leyes de la Santa Inquisición.

Por cada no como respuesta, Gabino veía como la torturaban exponencialmente, para que él y todos los demás pudiesen aprender de la sabiduría divina.

El inquisidor volvía a interrogar:

    - ¿Hija mía, eres pecadora?

Así, la tortura duró hasta bien entrada la tarde del domingo.

Entonces encendieron la hoguera, y mientras la infiel pecadora era muerta por el fuego, los vasallos, reunidos alrededor, asaban carne de cerdo bajo sus pies.

Así la vio morir, sin decir una palabra.

De inmediato fue notificado de su libertad, pero el llanto no le permitió moverse durante muchos días.

Gabino pensó que él también iba a morir de pena y de furia.

Desde aquel día la puerta de la mazmorra permaneció abierta todo el tiempo; ya no hizo falta cerrarla.

Permaneció cautivo, temiendo la libertad de puertas afuera.

Sus cancerberos lo sabían y se divertían viendo como aquel pobre cada mediodía se detenía a mirar el sol en el umbral de la celda sin barrotes.

Le hubiese bastado solo un paso para lograr liberarse, pero siempre detenía su marcha en el punto límite entre prisión y libertad.

Nunca excedió esa frontera.

Cada mediodía arrastraba sus pies hasta el marco huérfano, entornaba los ojos y respiraba profundamente cada átomo de aquel aire diferente.

Hubo una vez que Roque, un guardia, se acercó a preguntarle:

    - ¡Eh, tú, eres libre!, ¿porque no te vas?

Gabino abrió los ojos y el sol lastimó el iris cegado.

    - Aquí dentro estoy seguro; acá no hay cruces, ni existen dioses que manden quemar a la gente.

Respiró profundo y se arrastró nuevamente a la libertad de aquel rincón oscuro.