viernes, 23 de mayo de 2014

AQUEL TEMIDO ENCUENTRO

AQUEL TEMIDO ENCUENTRO
Mario A. Alonso

Era tarde, los primeros reflejos herían sutilmente la negra túnica de la lóbrega noche, era casi madrugada.
Rutinariamente procuraba el sueño frente al televisor.
Un lienzo índigo salpicado de islas de todos los tamaños llegaba a mis ojos desde el lejano Pacífico.
Allí, aquella mujer cobriza cosechaba frutas para el desayuno y mis sentidos se impregnaban de perfumes, de trinos y olor a mar, imaginados.
Como hacía años había elegido un cómodo sillón de la sala, el que ocupo siempre, y me es cedido por mis más cercanos sin siquiera reclamarlo.
Volaba mi imaginación y el alma hasta aquellos cayos de la Polinesia, en tanto subía por la nuca el sensual abandono que precede al sueño; la distensión de los músculos y tendones del cuello lo presagiaban.
Los párpados pesados se oponían al instinto que porfiaba por mantener la vigilia prolongando el goce del espectáculo que en alta definición saturaba la pupila insomne.
Súbitamente un sacudón me arrancó del agradable sopor. Imaginé un pequeño terremoto de los que de vez en cuando estremecen el valle.
El sillón que ocupaba, y no era otra cosa que un profundo cajón alargado de aproximadamente dos metros y setenta centímetros de ancho, contenía en su interior cientos de libros y comenzó a moverse como ya lo había hecho en otras oportunidades.
El movimiento ondulatorio parecía elevar esa caja de más de doscientos kilos. Al principio fueron suaves meneos, luego las inclinaciones se tornaron más violentas.
Miré hacia el piso de cerámicos blancos y ví que el mismo estaba estático, no era un movimiento telúrico tal como lo conocía.
Descubrí entonces que lo que me estaba moviendo venía desde dentro de aquella especie de baúl, y que lo que me elevaba era algo vivo que se encontraba debajo de mi cuerpo.
Una mezcla de temor y desconfianza invadió todos mis sentidos.
- Me debo haber acostado encima de alguno de los animales de la casa – pensé.
Lentamente, espantado ante la idea de estar ahogando con mi peso a alguno de los gatos comencé a levantarme; observé que efectivamente debajo de los almohadones algo se movía intentando salir de la presión de mi cuerpo; entonces lo ví por primera vez.
La entidad era algo difícil de describir, su cabeza desnuda, sin una sola señal de cabello, era de un color ceniciento. Respiraba con dificultad y sus ojos estaban a punto de saltar de las órbitas.
De un salto abandoné aquel sitio; automáticamente él también se desprendió de todo lo que aún quedaba encima de su cuerpo y se impulsó hacia delante de una manera fabulosa.
Fue a dar al frente de donde yo estaba, a desplegar toda su espantosa dimensión.
No era de este mundo aquella criatura. Un humanoide extremadamente delgado, de largas extremidades y cubierto de rojas manchas purulentas.
Nos miramos por un breve instante. Ambos sentíamos terror, yo presentí el suyo idéntico al mío.

Con el mismo ímpetu con que apareció corrió hacia la oscuridad de la sala para desaparecer.