domingo, 29 de julio de 2012

La Negra, una araña


La Negra, una araña
 Mario A. Alonso

Asomada a la boca del agujero oscuro que formaba la entrada de su casa, examinó el terreno evaluando los peligros que la acecharían al momento de cambiar de morada.
Hacía un tiempo el otoño daba inicio, y los vientos helados que se colaban por las rendijas de la puerta principal de la casa iban a dar justamente a la entrada de la suya. Esto le causaba múltiples inconvenientes, por las tardecitas el frío la dejaba casi inmóvil, y las pocas presas que por allí cerca se aventuraban, lograban escaparse debido a la lentitud en sus reflejos.
La Negra tenía hambre, pero además le atraía demasiado el sonido que brotaba del extraño aparato de madera que hábilmente ejecutaba aquel humano.

Manuel era metódico, siempre, o casi siempre a la hora en que el sol comenzaba a caer, ocupaba el sillón más cómodo del living de la casa y tocaba. A veces, mientras improvisaba observaba distraído las habilidades con que la araña que vivía cerca de la puerta tejía su red; cuando cazaba algún pequeño  insecto más lo deslumbraba el método que usaba para envolverlo con su seda hasta convertirlo en un capullo donde aguardaría adormecido la hora de servirle de almuerzo.
Esa tarde la había visto asomada a la entrada de su hogar, que era la herida que en forma de pequeña cueva dejara un clavo en la pared.

Varios gatos de distintos tamaños ocupaban el terreno que La Negra debía atravesar, los juzgó gordos, demasiado para que su pequeño tamaño llamara su atención; no llevarían demasiado peligro.
Calculó la hora de menor intensidad en el tránsito por aquel lugar de la casa, y arribó a la conclusión que debía iniciar el traslado por la noche, más bien entrada la madrugada.
Esa misma tarde volvió al fondo de su refugio y consumió las últimas reservas de comida; a la noche intentaría el cruce. Buscaría algún sitio acorde donde establecer su nuevo hogar, lo mas cercano posible al lugar del que le llegaba la música por las tardes.
Lentamente se dejó deslizar por la microscópica fibra que brotaba desde el interior del cuerpo hasta llegar al piso de mosaicos blancos. Ya en el suelo emprendió una rápida carrera hasta el limpiabarros de lana de colores que franqueaba el ingreso y servía las veces de “ataja vientos” y trapo donde los humanos  limpiaban el calzado. Trepó la pequeña elevación y cruzó los setenta centímetros de quebrado tejido multicolor hundiéndose y elevándose cada tanto. Aquel terreno irregular le quitó energías y la agotó bastante. Al pié de la mesa del televisor hizo un alto para recobrar el aliento y continuar el periplo.
Iba a comenzar su segundo desplazamiento cuando uno de los gatos, el más pequeño se acercó peligrosamente. La Negra se hizo un bollito y fue rodando debajo de una irregularidad entre el terreno y una de las patas del amueblamiento. En varias oportunidades vio pasarle muy cerca unas garras enormes, y tuvo que esperar allí, en esa posición incómoda hasta que el felino se aburrió intentando arrebatarla del escondite.
Para entonces estuvo mucho más alerta, y decididamente inició la carrera por el sitio que la separaba del sillón en el que Manuel tocaba.
Trepó cómodamente la madera lisa del asiento. No lo había advertido, y para su sorpresa, aquella noche el instrumento había quedado sobre el mueble.
Después de varios intentos logró alcanzar la cima del lustrado y resbaloso instrumento, metiéndose en la boca del mismo. Un sitio muy amplio, donde hasta el más mínimo sonido causaba un eco.
Allí construyó su tela y vivienda, acabando el trabajo en el transcurso de la madrugada.
A pesar de la incomodidad de haber tenido que tejer otras redes en las paredes cercanas para atrapar el alimento, y el tedio porque los dueños de casa se empecinan en romperlos cada tanto, La Negra vive feliz oyendo música en el interior de una guitarra.