Por Juan José Tamayo
Tomado de La Vanguardia, de España
Juan José Tamayo es autor de Islam. Cultura, Religión y Política (Trotta, Madrid). Es director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones de la Universidad Carlos III de Madrid.
Todos los códigos morales de las religiones son concordes en la prohibición de matar, hasta convertirla en imperativo categórico, si bien es verdad que las religiones la transgreden con la misma facilidad y frecuencia con que se formula. Las distintas versiones del decálogo hebreo lo expresan lacónicamente: «No matarás» (Éx 20,13; Dt 5,1). Hasta la vida de Caín, asesino de su hermano Abel, debe ser protegida. La propia ley del Talión (’ojo por ojo y diente por diente’) (Éx 21,24-25; Lv 24,17-20; Dt 19,21), presente también en el Código de Hammurabi y en las leyes asirias, que es de naturaleza social y no individual, tiene como objetivo poner límites a los abusos y excesos de la venganza.
El Sermón de la Montaña, considerado por Gandhi como un modelo de programa social, corrige la ley veterotestamentaria del Talión y propone como alternativa el amor a los enemigos y la no resistencia al mal (Mt 5,38-45). El Corán se muestra más exigente al respecto: matar a una persona que no ha matado a nadie ni ha corrompido la tierra es como matar a la humanidad. Salvar la vida de una persona es como salvar la vida de toda la humanidad (Corán 5,32). Es verdad que el Corán mantiene la ley del Talión (2,178-2179), pero, a renglón seguido, invita al perdón y al acuerdo. También el hinduismo es contundente en la prohibición de matar y no admite excepciones. Un ejemplo es la figura de Gandhi, para quien la no violencia activa fue, en su vida personal, en su experiencia religiosa y en su política, un estilo de vida, un talante, una actitud ética y un método eficaz en la defensa de la independencia de India y en la lucha por la justicia y en la relación entre las religiones.
‘No matar’ es el primero de los Cinco Preceptos Maravillosos del budismo, que el monje vietnamita T. Nhat Hanh traduce como cultivar la compasión, poner todos los medios al alcance de cada uno para proteger la vida, no causar daño a la naturaleza ni a los seres humanos y practicar la no violencia, que exige en primer término «habérnoslas pacíficamente con nosotros». El monje dice estar resuelto «a no matar, a no dejar que otros maten y a no tolerar ningún acto mortal en el mundo».
Según vamos conociendo más detalles de la operación contra Osama bin Laden se confirma que, con su asesinato, el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, ha transgredido todos los códigos religiosos y morales que prohíben matar, condenan la venganza, protegen y exigen respeto a la vida humana como valor supremo y bien a defender, incluida la de los enemigos y asesinos, y condenan la tortura en todas sus formas. Dicha transgresión es más grave en su caso ya que se profesa cristiano, apela a sus orígenes musulmanes y en sus discursos cita con frecuencia textos de las tres religiones monoteístas como ejemplos morales a seguir. Veámoslos en algunos de los comportamientos más notorios de la operación.
Obama obtuvo el conocimiento del paradero de Bin Laden a través de las confesiones de presos de Guantánamo arrancadas bajo torturas. La propia CIA ha reconocido el uso de dichos métodos de presión como el ahogamiento simulado. Las torturas comenzaron en la cárcel de Abu Ghraib con George Bush y continúan en el penal de Guantánamo con Obama. Y la tortura no como excepción, sino como regla general de la política de Estados Unidos, en clara violación de la Declaración de los Derechos Humanos, de los tratados internacionales y de la propia Constitución norteamericana.
La muerte del terrorista saudí no ha tenido lugar en un combate, ni en un intercambio de disparos, ya que estaba desarmado y no tenía fuerza militar protectora, ni se ha producido en una situación de guerra, sino más bien ha sido un acto de guerra sucia. Ha sido un asesinato duro y puro, perfectamente diseñado y eficazmente ejecutado. La intención no era detenerlo para juzgarlo, sino matarlo, prolongando la cultura de la muerte que está inscrita en la legislación y la práctica norteamericanas y que el propio Bin Laden sembró por doquier.
Tras la operación Obama aseveró: «Se ha hecho justicia». Yo creo que el asesinato ha sido todo menos un acto de justicia. Estamos, más bien, ante un acto de venganza. Y la venganza es un sentimiento en el que predomina el resentimiento y la total ausencia de racionalidad, al tiempo que asemeja al vengador a la persona vengada. «Una persona que quiere venganza -dice Francis Bacon- guarda sus heridas abiertas» y «vengándose, se iguala al enemigo». Se hubiera podido hacer justicia si Bin Laden hubiera sido detenido y llevado a los tribunales para ser juzgado.
Obama ha felicitado en persona al comando que acabó con la vida de Bin Laden, ha calificado la operación de «trabajo bien hecho» y de una de las mejores operaciones de los servicios de inteligencia de la historia, y ha concedido la máxima condecoración militar a los protagonistas de tamaña gesta, al comando, como reconocimiento de sus servicios y logros extraordinarios. Es una venganza reconocida, felicitada, premiada. Y celebrada por la ciudadanía estadounidense, que se lanzó a la calle compulsivamente con irrefrenables manifestaciones de júbilo por el asesinato. El asesinato del líder de Al-Qaida convertido en espectáculo. ¡Todo muy macabro! Obama necesitaba una operación de este tipo para elevar su popularidad muy debilitada. Y lo ha conseguido. Pero, ¿a qué precio?
Me quedo con el aforismo de Marco Antonio: «El verdadero modo de vengarse del enemigo es no parecérsele», que tristemente no se ha cumplido con el asesinato de Bin Laden.
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