Martes 30 de enero.
Jean Paul Sartre
Fragmento - La Náusea
Nada
nuevo.
He
trabajado de nueve a una en la biblioteca. Dejé listo el capítulo XII y todo lo
concerniente a la estadía de Rollebon en Rusia, hasta la muerte de Pablo I. Es trabajo
terminado; queda así hasta pasarlo en limpio.
Es
la una y media. Estoy en el café Mably, como un sandwich, todo es casi normal.
Además, en los cafés todo es siempre normal, y especialmente en el café Mably,
gracias al encargado, M. Fasquelle, que ostenta en su cara un aire canallesco
muy positivo y tranquilizador. Pronto será la hora de la siesta y tiene los
ojos rosados, pero su porte sigue siendo vivo y decidido. Se pasea entre las mesas
y se acerca confidencialmente a los parroquianos:
—¿Está
bien así, señor?
Sonrío
al verlo tan vivaz; a las horas en que su establecimiento se vacía, también su
cabeza se vacía. De dos a cuatro el café queda desierto; entonces M. Fasquelle da unos pasos con aire estúpido,
los mozos apagan las luces y él se desliza en la inconsciencia; cuando este
hombre está solo, se duerme.
Todavía
hay unos veinte clientes, célibes, modestos ingenieros, empleados.
Almuerzan
rápidamente en pensiones de familia que ellos llaman ranchos, y como necesitan un poco de lujo, vienen aquí,
después de la comida, toman un café y juegan al poker de ases; hacen un poco de
ruido, un ruido inconsistente que no me molesta. También ellos necesitan ser
muchos para existir.
Yo
vivo solo, completamente solo. Nunca hablo con nadie; no recibo nada, no doy
nada. El Autodidacto no cuenta. Está Françoise, la patrona del Rendez-vous des
Cheminots. ¿Pero acaso le hablo? A veces, después de la cena, cuando me sirve un
bock, le pregunto:
—¿Tiene
usted tiempo esta noche?
Nunca
dice que no, y la sigo a una de las grandes habitaciones del primer piso, que
alquila por hora o por día. No le pago; hacemos el amor de igual a igual. A
ella le gusta (necesita un hombre diariamente, y tiene muchos otros, además de
mí), y yo me purgo así de ciertas melancolías cuya causa conozco demasiado
bien. Pero cambiamos apenas unas palabras. ¿A santo de qué? Cada uno para sí;
por lo demás, a sus ojos continúo siendo ante todo un cliente del café. Me
dice, quitándose el vestido:
—Dígame,
¿conoce usted el aperitivo Bricot? Porque dos clientes lo han pedido esta
semana. La chica no sabía, vino a avisarme. Eran viajeros; lo habrán bebido en París. Pero no me gusta
comprar sin saber. Si no le molesta, me dejaré las medias.
En
otra época —aun mucho después de que me dejó— pensaba en Anny.
Ahora
ya no pienso en nadie; ni siquiera me cuido de buscar palabras. La cosa se desliza
en mí más o menos rápido; no fijo nada, la dejo correr. La mayor parte del
tiempo, al no unirse a palabras, mis pensamientos quedan en nieblas.
Dibujan
formas vagas y agradables, se disipan; enseguida los olvido.
Esos
jóvenes me maravillan; mientras beben el café cuentan historias claras y verosímiles.
Si se les pregunta qué han hecho ayer, no se turban: os enteran en dos
palabras. En su lugar, yo farfullaría. Es cierto que desde hace mucho nadie se ocupa
de cómo empleo el tiempo. El que vive solo ni siquiera sabe qué es contar; lo
verosímil desaparece al mismo tiempo que los amigos. También deja correr los acontecimientos;
ve surgir bruscamente gentes que hablan y se van; se sumerge en historias sin pies
ni cabeza; sería un execrable testigo. Pero, en compensación, no pasa por alto
todo lo inverosímil, todo lo que nadie creería en los cafés. Por ejemplo, el
sábado, a eso de las cuatro de la tarde, en el caminito de tablas del depósito
de la estación, una mujercita de celeste corría hacia atrás, riendo, agitando
un pañuelo. Al mismo tiempo, un negro con impermeable crema, zapatos amarillos
y sombrero verde, doblaba la esquina y silbaba. La mujer tropezó con él,
siempre retrocediendo, bajo una linterna suspendida en la empalizada, que se
enciende a la noche. Había, pues, allí, al mismo tiempo, el cerco que huele a
madera mojada, la linterna, la mujercita rubia en los brazos del negro, bajo un
cielo de fuego. De haber sido cuatro o cinco, supongo que hubiéramos notado el
choque, todos aquellos colores tiernos, el hermoso abrigo azul que parecía un
edredón, el impermeable claro, los vidrios rojos de la linterna; nos hubiéramos
reído de la estupefacción que manifestaban esos dos rostros de niños.
Es
raro que un hombre solo tenga ganas de reír; el conjunto se animó para mí de un
sentido muy fuerte y hasta hosco, pero puro. Después se dislocó; sólo quedó la
linterna, la empalizada, el cielo; todavía era bastante bello. Una hora después
la linterna estaba encendida, soplaba el viento, el cielo en negro; ya no restaba
absolutamente nada.
Todo
esto no es muy nuevo; nunca he negado estas emociones inofensivas; al contrario.
Para sentirlas basta estar un poquitito solo, justo lo necesario para desembarazarse
de la verosimilitud en el momento oportuno. Pero me quedaba cerca de las
gentes, en la superficie de la soledad, decidido a refugiarme, en caso de
alarma, en medio de ellas; en el fondo era hasta entonces un aficionado. Ahora,
en todas partes hay cosas como este vaso de cerveza, aquí, sobre la mesa.
Cuando lo veo me dan ganas de decir: pido, no juego más. Comprendo muy bien que
he ido demasiado lejos. Supongo que uno no puede prever los inconvenientes de
la soledad. Esto no quiere decir que mire debajo de la cama antes de acostarme,
ni que tema ver abrirse bruscamente la puerta de mi cuarto en mitad de la
noche. Pero de todos modos, estoy inquieto; hace una media hora que evito mirar
este vaso de cerveza. Miro encima, debajo, a derecha, a izquierda; pero a él no
quiero verlo. Y sé muy bien que todos los célibes que me rodean no pueden
ayudarme en nada; es demasiado tarde, ya no puedo refugiarme entre ellos.
Vendrían a palmearme el hombro, me dirían: “Bueno, ¿qué tiene este vaso de
cerveza? Es como los otros. Es biselado, con un asa, lleva un escudito con una pala
y sobre el escudo una inscripción: Spatenbräu. Sé todo esto, pero sé que hay otra
cosa. Casi nada. Pero ya no puedo explicar lo que veo. A nadie. Ahora me deslizo
despacito al fondo del agua, hacia el miedo.
Estoy
solo en medio de estas voces alegres y razonables. Todos esos tipos se
pasan
el tiempo explicándose, reconociendo con felicidad que comparten las mismas
opiniones. Qué importancia conceden, Dios mío, al hecho de pensar todos juntos
las mismas cosas. Basta ver la cara que ponen cuando pasa entre
ellos
uno de esos hombres con ojos de pescado que parecen mirar hacia adentro, y con
los cuales nunca pueden ponerse de acuerdo. Cuando yo tenía ocho años y jugaba
en el Luxemburgo, había uno que iba a sentarse en una silla junto a la verja
que costea la calle Auguste Comte. No hablaba, pero de vez en cuando extendía
la pierna y se miraba el pie con aire espantado. En ese pie llevaba un botín,
en el otro una pantufla. El guardián dijo a mi tía que era un antiguo celador.
Lo habían jubilado porque fue a clase a leer las notas trimestrales con frac de
académico. Le teníamos un miedo horrible porque sabíamos que estaba solo. Un
día sonrió a Robert tendiéndole los brazos desde lejos; Robert estuvo a punto
de desvanecerse. No era el aire miserable de aquel tipo lo que nos daba miedo,
ni el tumor que tenía en el pescuezo y que el borde del cuello postizo gozaba; sentíamos que elaboraba en su cabeza
pensamientos de cangrejo o langosta. Y nos aterrorizaba que pudieran concebirse
pensamientos de langosta sobre la silla, sobre nuestros aros, sobre los
arbustos.
¿Es
eso lo que me espera? Por primera vez me hastía estar solo. Quisiera hablar a
alguien de lo que me pasa, antes de que sea demasiado tarde, antes de inspirar
miedo a los chiquillos. Quisiera que Anny estuviese aquí.
Es
curioso: acabo de llenar diez páginas y no he dicho la verdad, por lo menos no
toda la verdad. Cuando escribí, debajo de la fecha: “Nada nuevo”, tenía la conciencia
intranquila por esto: en realidad una pequeña historia, que no es ni vergonzosa
ni extraordinaria, se negaba a salir. “Nada nuevo”. Me admira cómo se puede
mentir poniendo a la razón de parte de uno. Evidentemente, no se produjo nada
nuevo, si se quiere: esta mañana, a las ocho y cuarto, cuando salí del hotel
Printania para ir a la biblioteca, quise levantar un papel que había en el suelo
y no pude. Esto es todo, y ni siquiera es un acontecimiento. Sí, pero para decir
toda la verdad, me impresionó profundamente: pensé que ya no era libre. En la
biblioteca traté de librarme de esta idea, sin conseguirlo. Quise huirle en el café
Mably. Esperaba que se disiparía con las luces. Pero se quedó allí, en mi interior,
pesada y dolorosa. Ella me dictó las páginas anteriores.
¿Por
qué no la mencioné? Ha de ser por orgullo y también un poco por torpeza. No
tengo costumbre de contarme lo que me sucede, por eso me resulta difícil encontrar
la sucesión de los acontecimientos, no distingo lo que es importante. Pero
ahora se acabó; he releído lo escrito en el café Mably y me ha dado vergüenza;
no quiero secretos, ni estados de alma, ni cosas indecibles; o soy ni virgen ni sacerdote para jugar a la
vida interior.
No
hay gran cosa que decir: no pude levantar el papel, eso es todo.
Me
gusta mucho recoger las castañas, los trapos viejos, sobre todo los papeles.
Me
resulta agradable cogerlos, cerrar mi mano sobre ellos; por poco me los llevaría
a la boca como los niños. Anny montaba en cólera cuando me veía levantar por
una punta papeles pesados y untuosos, pero probablemente sucios de excrementos.
En verano o a comienzos del otoño se encuentran en los jardines pedazos de
periódicos que el sol ha cocinado, secos y quebradizos como hojas muertas, tan
amarillos que se dirían pasados por ácido pícrico. En invierno hay montones de
papeles aplastados, sucios; vuelven a la tierra. Otros nuevos, y hasta
lustrosos, blancos, palpitantes, se posan como cisnes, pero la tierra ya los deshace
por debajo. Se retuercen, escapan al fango, para ir á aplastarse un poco más
lejos, definitivamente. Es lindo recoger todo eso. A veces los palpo simplemente,
mirándolos de muy cerca; otras los rompo para oír su larga crepitación, o bien,
si están muy húmedos, les prendo fuego con no poco trabajo; después me limpio
las palmas de las manos embarradas en una pared o en el tronco de un árbol.
Pues bien, hoy estaba mirando las botas
leonadas de un oficial de caballería que salía del cuartel. Al seguirlas con la
mirada, vi un papel junto a un charco.
Creí
que el oficial iba a hundir con el tacón el papel en el barro; pero no: de un tranco
pasó por encima del papel y del charco. Me acerqué: era una hoja rayada, sin
duda de un cuaderno de escuela. La lluvia la había empapado y retorcido; estaba
llena de granitos e hinchazones como una mano quemada. La línea roja del
margen, desteñida, había dejado una sombra color de rosa; la tinta estaba corrida
en algunos lugares. La parte inferior de la hoja desaparecía bajo una costra de
barro. Me incliné; ya me regocijaba pensando en tocar la pasta tierna y fresca
que formaría entre mis dedos bolitas grises... No pude.
Me
quedé agachado un segundo; leí: “Dictado: El búho blanco”, después me incorporé
con las manos vacías. Ya no soy libre, ya no puedo hacer lo que quiero.
Los
objetos no deberían tocar, puesto que no viven. Uno los usa, los pone en su
sitio, vive entre ellos; son útiles, nada más. Y a mí me tocan; es
insoportable.
Tengo
miedo de entrar en contacto con ellos como si fueran animales vivos.
Ahora
veo; recuerdo mejor lo que sentí el otro día, a la orilla del mar, cuando tenía
el guijarro. Era una especie de repugnancia dulzona. ¡Qué desagradable era! Y
procedía del guijarro, estoy seguro; pasaba del guijarro a mis manos. Sí, es eso,
es eso; una especie de náusea en las manos.
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