CUANDO EN NOMBRE DEL PROGRESO SE
ENTIERRA LA HISTORIA
MARIO A. ALONSO
Nací en Baigorrita en los
sesentas, pero hace muchos años que vivo lejos del pueblo, tantos años hace que lo extraño cada día un
poco más.
De vez en cuando, cuando puedo y
algunas veces cuando no puedo, me dejo llegar hasta sus calles y su gente, que
siempre serán mis calles y mi gente.
Es entonces que vagabundeo
nostálgico por sus rincones y sus esquinas resecas; por esas que alguna vez me
dieron asilo, en ocasiones para jugar, en otras para ilustrarme, o para hacer
el amor o ejercitar la conciencia de poder apostar al juego de crecer y
transitar la vida.
Uno de esos cobijos, donde pasé
tantísimas horas era el Correo Argentino.
En aquel lugar me formé de niño
sobre el ahorro, más no desde el punto de vista de la especulación financiera o
la acumulación de riquezas, sino desde la más profunda mirada solidaria que
proponía el peronismo de los setenta.
Entrados aquellos setenta
visitaba al Jefe Costa para que pegara las estampillas en mi libreta de
ahorros, y aprovechaba de aquel magnífico ser humano asignaturas y anécdotas.
No puedo explicar el motivo,
solo brindar someramente las emociones que provocaban en mi cabeza, cada uno de
los mobiliarios que equipaban el lugar.
La arquitectura y su estructura
edilicia de ladrillos a la vista que llevaban impresos de manera sutil el
vínculo con las casas de mediados del siglo XIX de los pueblos de la provincia
de Buenos Aires.
Sorteando la inmensa puerta de
hierro de la entrada, uno se daba de bruces con un viejo mostrador que
recordaba aquellos del ferrocarril, los de las películas del lejano oeste.
A la izquierda un tablero donde escribí mis primeras cartas de amor perfumando sobres, y un poco más allá
las puertitas de las casillas postales, también de exquisita confección y noble
madera, reservadas generalmente para quienes no vivían en el pueblo, quizá
algún chacarero.
Los escritorios, las sillas, los
útiles, todo daba cuentas de un ilustre pasado.
Había algo especial en aquel
recinto que aún hasta los póstumos días me trasladaba a volar hacia el pasado,
y era el aroma de su piso de madera de pinotea, mil veces repasado por un
lampazo embebido en kerosene o gasoil. Esa fragancia que también inundaba el
espacio en los colegios donde aprendí a ser “un hombre de pueblo”. Ese olor
poseía la virtud de acarrear a mi mente las imágenes de mi más tierna infancia
que por algún motivo casi habían caído en el olvido.
Así podía verlo al Jefe, a
Poroto, a Leonardo Zabala, a la mujer del jefe y mamá de mi amigo Pepe y todo
el deambular de la chusma del pueblo.
Hace un tiempo, demasiado para
mi gusto, volví a verlo.
Una estructura actual,
cuadrada, ordinaria, jactanciosa y vulgar. Un armazón que pretendía ser, por más moderna,
más hermosa.
Hace poco volví a ver al correo
de mi infancia y ya no era. Así comprendí como en nombre del progreso se mata y entierra la
historia de mi pueblo.
HERMOSO..........
ResponderEliminarMe encantó!!!! Soy de ese pueblo humilde y sencillo, mi querido Baigorrita. No tengo tantos años , pero si disfruté la "esquina del correo" donde cada tardecita de domingo nos sentabamos en su pequeña escalinata para contar anecdotas, tomar mate o mirar a los que pasaban dando la tradicional "vuelta al perro" que en nuestro querido y respetado pueblo aún existe. Y es verdad....el progreso sólo hizo que el entrañable edificio del correo quede unicamente en nuestras mentes como un recuerdo más. Es triste y lamentable....
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