AQUEL TEMIDO ENCUENTRO
Mario A. Alonso
Era tarde, los primeros reflejos herían sutilmente la
negra túnica de la lóbrega noche, era casi madrugada.
Rutinariamente procuraba el sueño frente al
televisor.
Un lienzo índigo salpicado de islas de todos los
tamaños llegaba a mis ojos desde el lejano Pacífico.
Allí, aquella mujer cobriza cosechaba frutas para el
desayuno y mis sentidos se impregnaban de perfumes, de trinos y
olor a mar, imaginados.
Como hacía años había elegido un cómodo sillón de la
sala, el que ocupo siempre, y me es cedido por mis más cercanos sin
siquiera reclamarlo.
Volaba mi imaginación y el alma hasta aquellos cayos de la Polinesia , en tanto
subía por la nuca el sensual abandono que precede al sueño; la distensión de
los músculos y tendones del cuello lo presagiaban.
Los párpados pesados se oponían al instinto que
porfiaba por mantener la vigilia prolongando el goce del espectáculo que en
alta definición saturaba la pupila insomne.
Súbitamente un sacudón me arrancó del agradable
sopor. Imaginé un pequeño terremoto de los que de vez en cuando estremecen el
valle.
El sillón que ocupaba, y no era otra cosa que un profundo
cajón alargado de aproximadamente dos metros y setenta centímetros de ancho, contenía
en su interior cientos de libros y comenzó a moverse como ya lo había hecho en
otras oportunidades.
El movimiento ondulatorio parecía elevar esa caja de
más de doscientos kilos. Al principio fueron suaves meneos, luego las
inclinaciones se tornaron más violentas.
Miré hacia el piso de cerámicos blancos y ví que el
mismo estaba estático, no era un movimiento telúrico tal como lo conocía.
Descubrí entonces que lo que me estaba moviendo venía
desde dentro de aquella especie de baúl, y que lo que me elevaba era algo vivo
que se encontraba debajo de mi cuerpo.
Una mezcla de temor y desconfianza invadió todos mis
sentidos.
- Me debo haber acostado encima de alguno de los animales de la casa – pensé.
- Me debo haber acostado encima de alguno de los animales de la casa – pensé.
Lentamente, espantado ante la idea de estar ahogando
con mi peso a alguno de los gatos comencé a levantarme; observé que
efectivamente debajo de los almohadones algo se movía intentando salir de la
presión de mi cuerpo; entonces lo ví por primera vez.
La entidad era algo difícil de describir, su cabeza
desnuda, sin una sola señal de cabello, era de un color ceniciento. Respiraba
con dificultad y sus ojos estaban a punto de saltar de las órbitas.
De un salto abandoné aquel sitio; automáticamente él
también se desprendió de todo lo que aún quedaba encima de su cuerpo y se
impulsó hacia delante de una manera fabulosa.
Fue a dar al frente de donde yo estaba, a desplegar toda
su espantosa dimensión.
No era de este mundo aquella criatura. Un humanoide
extremadamente delgado, de largas extremidades y cubierto de rojas manchas
purulentas.
Nos miramos por un breve instante. Ambos sentíamos
terror, yo presentí el suyo idéntico al mío.
Con el mismo ímpetu con que apareció corrió hacia la
oscuridad de la sala para desaparecer.
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