SEBASTIAN PINTÓ LA GUERRA
Mario A. Alonso
María, la vieja criada,
entró taconeando sobre los búlgaros y mosaicos del enorme salón para servir el
té a los enamorados. Las paredes recargadas de ornamentos la perturbaban un
poco.
-Demasiado salón para tan
pocos comensales- meditó la negra.
Desoyendo todo el protocolo,
Estela y Sebastián permanecían juntos en un extremo de la enorme mesa de estilo
barroco.
- Estela,
mi bien, usted no puede regalarme su corazón, que de buen grado recibiría pues
nunca conocí otro mas puro, pero sin él, amada mía, ya no podríais vivir; y créame
que es usted el único motivo que me impulsa a regresar de cada batalla. Yo la necesito como a mi vida misma - dijo
sonriendo y con tono dulce Sebastián.
Estela bordaba en un pañuelo
de blanca seda las iniciales "SG", pensaba regalárselo a su amor para
que lo acompañe a la campaña. Estaba perdidamente enamorada de él, y
ciertamente la muerte poco le importaba si de ésta dependía entregarle todo el
amor que sentía por aquel argentino flaco de ojos verde musgo.
La pasión brotaba desde las íntimas
profundidades del cuerpo de Estela. Justo entre el pecho y el estómago sentía
que se alojaba aquel fortísimo sentimiento generado por la presencia del pintor
Sebastián Girondo. Nomás verlo el vértigo la invadía produciendo intestinos
estremecimientos que ella pretendía disimular. Estela se agitaba inconscientemente
y se ponía de colores, el brillo de sus ojos negros aumentaba y los labios se encendían
como brasas ardientes.
Durante muchas tardes ella
le dijo cosas como
- Sin
vos voy a morir -
Frases a las cuales
Sebastián eludía con sutiles galanterías.
- No
exageres mujer, pronto estaré de regreso, recuerda que mis proyectiles se
disparan sobre un lienzo -
Los aprestos para la marcha
se extendieron durante toda la jornada hasta bien entrada la tarde.
Cuidadosamente, Sebastián
acomodo sus telas, óleos y pinceles en el enorme baúl compartimentado. En el
mismo existía un lugar para su ropa y demás neceseres.
María planchó y almidonó el
inmaculado uniforme de batalla; porque a pesar de no portar un fusil, Sebastián
también era un soldado y adoraba verse enfundado en aquel traje.
En el lado opuesto al salón,
detrás de la casa grande, funcionaba el sitio de las caballerizas; desde allí
le llegaban los sonidos de las huestes alistándose para la acometida.
Aquel pintor enfrentó el
espejo como todas las noches antes de dormir y comenzó a preparar con esmero la
crema de afeites en la vieja jabonera de peltre que heredara de su tío, el
Brigadier Pedro Sandoval, quién también era su padrino. Pasó reiteradamente la
antigua navaja J. A. Henckels Solingen Zwillingswer en el viejo asentador, que
pertenecieran a su padre.
Cada vez que iniciaba el
ritual de rasurarse imaginaba la piel de su ancestro tocando suavemente la
suya, había amado mucho a su padre.
Miró fijamente la imagen que
le devolvía el cristal y se descubrió mas viejo. Algunas arrugas paralelas
partían del vértice mismo de sus ojos con destino incierto; también en su nariz
había aparecido un surco largo que la atravesaba de derecha a izquierda, a
pesar de todo ello el extraño verde de sus pupilas lo hacían ver apuesto.
Comenzada la tarea, sus propias
muecas le causaron gracia y rió con ganas.
Tomó la toalla que había permanecido
en el agua bien caliente quemándose la yema de los dedos y la colocó lentamente
sobre su rostro, tal como aprendiera de su padre el General. Así pasó unos
cuantos minutos esperando que los pelos duros que llenaban su rostro se
volvieran más suaves para continuar la afeitada.
En ese trámite trató de
imaginar la mejor posición en el frente de batalla. Recordó cuando adolescente
recorriera junto a su padrino el lugar del encuentro, y se figuró el Cerrito
Colorado con el río Salado y los montes de fondo, ese sería el marco ideal,
pero debía llegar temprano para acomodar las herramientas y los materiales.
No iba a necesitar de
andamios o escaleras, desde allí dominaría el campo de batalla en más de ciento
ochenta grados.
Sebastián Girondo se había
enrolado con el grado de teniente 2do en el batallón de voluntarios de
Cazadores del Monte, y su tarea no era apuntar fusiles cañones o pistolas, sino
retratar las batallas en unas enormes telas que él mismo llevaba al frente.
Habíase convertido en el mejor, dibujando hasta el más mínimo detalle de
aquellos cruentos enfrentamientos.
Cuando Sebastián comenzó a
afeitarse notó que las arrugas de su rostro le dificultaban mas la tarea y otro
acceso de risa lo atrapó mofándose de si mismo.
En el dormitorio Estela
Larroque no conseguía conciliar el sueño. Cada vez que lograba un pequeño
letargo, la imagen recurrente de una explosión y los pomos de acuarelas volando
por el aire en pedazos, manchando el lienzo y el rostro de su amado que caía a
un abismo inacabable la despertaba.
- Si
algo malo le ocurre no podré vivir sin él - Pensaba
Aquellas eran campañas
largas que obligaban a los regimientos a mantenerse por meses alejados de sus
familias. En los campamentos, los días se hacían eternos, y especialmente esta
cruzada al Salado se adivinaba larga, cuando menos tres meses.
La marcha comenzó de
amanecida atravesando los campos de Don Jaime Salvatierra. Los verdes pastizales
daban a la panza de los criollos y sobraban las aguadas por todo el teritorio.
El suave viento de octubre ayudaba a paliar el calor que anunciaba un verano
feroz.
Dos días después, la tropa
estaba desplegada detrás de las bajas serranías que impedían al enemigo
observar el modo de formación.
Sebastián aguardaba nervioso
la señal que le indicaba que podría avanzar hasta ocupar la altura previamente
seleccionada para dar eternidad al combate.
Cinco mil hombres y treinta cañones
debidamente dispuestos comenzaron los primeros movimientos. Sebastián comenzó a
trepar la cuesta con la dificultad que significada la carga de cajas de óleos,
pinceles, telas y atriles. En poco menos de cuarenta minutos ganó las alturas, cuando
ya las primeras balas amigas zumbaban sobre su cabeza e iban a diezmar al ejército
enemigo.
Rápidamente comenzó el
armado del primer atril, ubicó el taburete y delineó los primeros trazos.
El extenso bosque de sauces
que bordeaba el río aparecía apenas detrás de la espesa nube que pólvora negra,
exceso de los cañones que dejaban flotar en el aire con cada descarga; así se
plasmaba en la tela, junto al batallón de cazadores que avanzaba detrás de la
caballería.
En plena abstracción, aquel
soldado artista dejaba volar los delicados pelos de marta sobre la tela,
eternizando la encarnizada pelea.
Así, el sonido de la guerra
se había ido y en su cabeza solo se procesaban imágenes. Las bandadas de
pájaros aturdidos y los avestruces desorientados que cruzaban la cancha donde
se desarrollaba el combate se mezclaban con el pajonal espeso, el fuego de la
metralla y los hombres trenzados en cuerpo a cuerpo.
Ensimismado como estaba no
había notado que los bombazos se acercaban peligrosamente a su posición de
altura.
La esfera metálica brotó de
la negra boca del cañón que inmediatamente escupió fuego, humo y truenos y fue
a dar a unos veinte metros de la posición del pintor. Algunas esquirlas
alcanzaron el sostén del lienzo partiendo la madera en mil pedazos. Los pomos y
latas de óleo volaron por el aire mezclándose su contenido con el humo del
intenso cañoneo en una alucinante y efímera obra. El resto de la metralla pasó
apenas sobre la cabeza de Sebastián, y algunos fragmentos pequeños le hirieron
el rostro.
Tormentosamente, aquel
hombre logró arrastrarse hasta la tela, único fin por el que ponía en riesgo su
vida.
Girondo logró alcanzar la
pintura una fracción de segundo después de la nueva explosión y fue a
arrastrarla hasta una zanja cercana.
En aquel sitio pasó el resto
de la ofensiva.
Finalmente su ejército
alcanzó la victoria.
El sol declinaba por detrás
del verde follaje de los sauces y parecía hundirse en el suave curso de agua.
La vorágine de los enfermeros, médicos y voluntarios combinados con la gritería
de los heridos y las voces de orden hacían del campamento un delirio; Sebastián
Girondo, aún con el rostro ensangrentado permanecía en su tenderete.
Como pudo extendió su obra
sobre el mesón y auxiliado por la luz de unas velas fue a observarla con
detenimiento.
Uno a uno repasó los
personajes que un rato antes esbozara su pincel.
Le llamó la atención una
mancha carmín con forma de corazón que producto de la explosión se había
plasmado sobre la negritud del humo.
Correctamente en medio del
cuadro había dibujado a lo lejos el fuego y la bala brotando de la boca de un
cañón, y en primer plano, en medio de los pinceles y un remolino de colores,
pomos y potes de pintura el cuerpo sin vida de un paisajista de la guerra.
Tres noches después un
chasqui llegaba a la casa grande con la noticia de la caída de Sebastián
cumpliendo con su deber en medio de las operaciones y recibía la novedad de la
inesperada muerte de Estela tres tardes atrás.
La negra María, espectadora
y oyente involuntaria de los encendidos diálogos de ambos amantes comprendió de
inmediato la insólita y prematura partida de la joven señora.
Con el último estertor de
una vela y un momento antes del inmortal abrazo, Sebastián observó sonriente a
su Estela atravesar la entrada de la tienda.
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