domingo, 20 de mayo de 2012

SEBASTIAN PINTÓ LA GUERRA


SEBASTIAN PINTÓ LA GUERRA
Mario A. Alonso

María, la vieja criada, entró taconeando sobre los búlgaros y mosaicos del enorme salón para servir el té a los enamorados. Las paredes recargadas de ornamentos la perturbaban un poco.
-Demasiado salón para tan pocos comensales- meditó la negra.
Desoyendo todo el protocolo, Estela y Sebastián permanecían juntos en un extremo de la enorme mesa de estilo barroco.
-      Estela, mi bien, usted no puede regalarme su corazón, que de buen grado recibiría pues nunca conocí otro mas puro, pero sin él, amada mía, ya no podríais vivir; y créame que es usted el único motivo que me impulsa a regresar de cada batalla.  Yo la necesito como a mi vida misma - dijo sonriendo y con tono dulce Sebastián.
Estela bordaba en un pañuelo de blanca seda las iniciales "SG", pensaba regalárselo a su amor para que lo acompañe a la campaña. Estaba perdidamente enamorada de él, y ciertamente la muerte poco le importaba si de ésta dependía entregarle todo el amor que sentía por aquel argentino flaco de ojos verde musgo.
La pasión brotaba desde las íntimas profundidades del cuerpo de Estela. Justo entre el pecho y el estómago sentía que se alojaba aquel fortísimo sentimiento generado por la presencia del pintor Sebastián Girondo. Nomás verlo el vértigo la invadía produciendo intestinos estremecimientos que ella pretendía disimular. Estela se agitaba inconscientemente y se ponía de colores, el brillo de sus ojos negros aumentaba y los labios se encendían como brasas ardientes.
Durante muchas tardes ella le dijo cosas como
-      Sin vos voy a morir -
Frases a las cuales Sebastián eludía con sutiles galanterías.
-      No exageres mujer, pronto estaré de regreso, recuerda que mis proyectiles se disparan sobre un lienzo -
Los aprestos para la marcha se extendieron durante toda la jornada hasta bien entrada la tarde.
Cuidadosamente, Sebastián acomodo sus telas, óleos y pinceles en el enorme baúl compartimentado. En el mismo existía un lugar para su ropa y demás neceseres.
María planchó y almidonó el inmaculado uniforme de batalla; porque a pesar de no portar un fusil, Sebastián también era un soldado y adoraba verse enfundado en aquel traje.
En el lado opuesto al salón, detrás de la casa grande, funcionaba el sitio de las caballerizas; desde allí le llegaban los sonidos de las huestes alistándose para la acometida.
Aquel pintor enfrentó el espejo como todas las noches antes de dormir y comenzó a preparar con esmero la crema de afeites en la vieja jabonera de peltre que heredara de su tío, el Brigadier Pedro Sandoval, quién también era su padrino. Pasó reiteradamente la antigua navaja J. A. Henckels Solingen Zwillingswer en el viejo asentador, que pertenecieran a su padre.
Cada vez que iniciaba el ritual de rasurarse imaginaba la piel de su ancestro tocando suavemente la suya, había amado mucho a su padre.
Miró fijamente la imagen que le devolvía el cristal y se descubrió mas viejo. Algunas arrugas paralelas partían del vértice mismo de sus ojos con destino incierto; también en su nariz había aparecido un surco largo que la atravesaba de derecha a izquierda, a pesar de todo ello el extraño verde de sus pupilas lo hacían ver apuesto.
Comenzada la tarea, sus propias muecas le causaron gracia y rió con ganas.
Tomó la toalla que había permanecido en el agua bien caliente quemándose la yema de los dedos y la colocó lentamente sobre su rostro, tal como aprendiera de su padre el General. Así pasó unos cuantos minutos esperando que los pelos duros que llenaban su rostro se volvieran más suaves para continuar la afeitada.
En ese trámite trató de imaginar la mejor posición en el frente de batalla. Recordó cuando adolescente recorriera junto a su padrino el lugar del encuentro, y se figuró el Cerrito Colorado con el río Salado y los montes de fondo, ese sería el marco ideal, pero debía llegar temprano para acomodar las herramientas y los materiales.
No iba a necesitar de andamios o escaleras, desde allí dominaría el campo de batalla en más de ciento ochenta grados.
Sebastián Girondo se había enrolado con el grado de teniente 2do en el batallón de voluntarios de Cazadores del Monte, y su tarea no era apuntar fusiles cañones o pistolas, sino retratar las batallas en unas enormes telas que él mismo llevaba al frente. Habíase convertido en el mejor, dibujando hasta el más mínimo detalle de aquellos cruentos enfrentamientos.
Cuando Sebastián comenzó a afeitarse notó que las arrugas de su rostro le dificultaban mas la tarea y otro acceso de risa lo atrapó mofándose de si mismo.
En el dormitorio Estela Larroque no conseguía conciliar el sueño. Cada vez que lograba un pequeño letargo, la imagen recurrente de una explosión y los pomos de acuarelas volando por el aire en pedazos, manchando el lienzo y el rostro de su amado que caía a un abismo inacabable la despertaba.
-      Si algo malo le ocurre no podré vivir sin él - Pensaba
Aquellas eran campañas largas que obligaban a los regimientos a mantenerse por meses alejados de sus familias. En los campamentos, los días se hacían eternos, y especialmente esta cruzada al Salado se adivinaba larga, cuando menos tres meses.
La marcha comenzó de amanecida atravesando los campos de Don Jaime Salvatierra. Los verdes pastizales daban a la panza de los criollos y sobraban las aguadas por todo el teritorio. El suave viento de octubre ayudaba a paliar el calor que anunciaba un verano feroz.
Dos días después, la tropa estaba desplegada detrás de las bajas serranías que impedían al enemigo observar el modo de formación.
Sebastián aguardaba nervioso la señal que le indicaba que podría avanzar hasta ocupar la altura previamente seleccionada para dar eternidad al combate.
 Cinco mil hombres y treinta cañones debidamente dispuestos comenzaron los primeros movimientos. Sebastián comenzó a trepar la cuesta con la dificultad que significada la carga de cajas de óleos, pinceles, telas y atriles. En poco menos de cuarenta minutos ganó las alturas, cuando ya las primeras balas amigas zumbaban sobre su cabeza e iban a diezmar al ejército enemigo.
Rápidamente comenzó el armado del primer atril, ubicó el taburete y delineó los primeros trazos.
El extenso bosque de sauces que bordeaba el río aparecía apenas detrás de la espesa nube que pólvora negra, exceso de los cañones que dejaban flotar en el aire con cada descarga; así se plasmaba en la tela, junto al batallón de cazadores que avanzaba detrás de la caballería.
En plena abstracción, aquel soldado artista dejaba volar los delicados pelos de marta sobre la tela, eternizando la encarnizada pelea.
Así, el sonido de la guerra se había ido y en su cabeza solo se procesaban imágenes. Las bandadas de pájaros aturdidos y los avestruces desorientados que cruzaban la cancha donde se desarrollaba el combate se mezclaban con el pajonal espeso, el fuego de la metralla y los hombres trenzados en cuerpo a cuerpo.
Ensimismado como estaba no había notado que los bombazos se acercaban peligrosamente a su posición de altura.
La esfera metálica brotó de la negra boca del cañón que inmediatamente escupió fuego, humo y truenos y fue a dar a unos veinte metros de la posición del pintor. Algunas esquirlas alcanzaron el sostén del lienzo partiendo la madera en mil pedazos. Los pomos y latas de óleo volaron por el aire mezclándose su contenido con el humo del intenso cañoneo en una alucinante y efímera obra. El resto de la metralla pasó apenas sobre la cabeza de Sebastián, y algunos fragmentos pequeños le hirieron el rostro.
Tormentosamente, aquel hombre logró arrastrarse hasta la tela, único fin por el que ponía en riesgo su vida.
Girondo logró alcanzar la pintura una fracción de segundo después de la nueva explosión y fue a arrastrarla hasta una zanja cercana.
En aquel sitio pasó el resto de la ofensiva.
Finalmente su ejército alcanzó la victoria.
El sol declinaba por detrás del verde follaje de los sauces y parecía hundirse en el suave curso de agua. La vorágine de los enfermeros, médicos y voluntarios combinados con la gritería de los heridos y las voces de orden hacían del campamento un delirio; Sebastián Girondo, aún con el rostro ensangrentado permanecía en su tenderete.
Como pudo extendió su obra sobre el mesón y auxiliado por la luz de unas velas fue a observarla con detenimiento.
Uno a uno repasó los personajes que un rato antes esbozara su pincel.
Le llamó la atención una mancha carmín con forma de corazón que producto de la explosión se había plasmado sobre la negritud del humo.
Correctamente en medio del cuadro había dibujado a lo lejos el fuego y la bala brotando de la boca de un cañón, y en primer plano, en medio de los pinceles y un remolino de colores, pomos y potes de pintura el cuerpo sin vida de un paisajista de la guerra.
Tres noches después un chasqui llegaba a la casa grande con la noticia de la caída de Sebastián cumpliendo con su deber en medio de las operaciones y recibía la novedad de la inesperada muerte de Estela tres tardes atrás.
La negra María, espectadora y oyente involuntaria de los encendidos diálogos de ambos amantes comprendió de inmediato la insólita y prematura partida de la joven señora.
Con el último estertor de una vela y un momento antes del inmortal abrazo, Sebastián observó sonriente a su Estela atravesar la entrada de la tienda.

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