DE PESCADORES ENAMORADOS
Mario A. Alonso
Uein
apresuraba la carga de espineles en la pequeña embarcación,
decidido a comenzar una travesía de algunos días alrededor del
archipielago. Jamás imaginó que aquel no sería un viaje más.
Desde
la orilla podía divisar en el horizonte la silueta de la primera
isla que debía bordear, “Kuria”. Aquella parte del atolón era
rico en peces, sobre todo de la especie “Dorada” (Sparus aurata).
Pero
Uein buscaba otros peces, los más grandes, aquellos que le acarreban
buen rédito, y esos se encontraban en alta mar.
Su
padre, Temaei Tontaake, le había enseñado el arte de pescar “en
araña”, un tipo de pesca extremadamente peligroso.
En
tanto acomodaba los bártulos, Uein recordaba el profundo temor que
lo embargaba en las primeras salidas junto a Temaei, cuando éste
aferrado al lastre atado a la embarcación, se dejaba caer hacia el
fondo del mar hasta alcanzar veinte o veinticinco metros. Una vez
agotado el sedal que lo mantenía unido a la barcaza, permanecía
inmóvil boca abajo en aquella posición que semejaba una araña. En
esa postura era un plato atractivo para los depredadores que se
lanzaban contra ese "cebo", momento en que Temaei les
disparaba el arpón.
Atunes
y medregales eran las piezas preferidas. Debido a su voracidad no
advertían la trampa hasta una fracción de segundos antes de que la
lanza les atravesara el cuerpo. Una antigua técnica nacida de la
observación de los propios peces.
Asi
lo haría durante los próximos días.
A
unos metros de la costa dejó la pequeña barca al garete, con un
ancla de arrastre o ancla de capa. De esta manera el bote flota
siguiendo las corrientes sujeto apenas por el artilugio, en tanto
Uein se dejaba caer atado a la cuerda hacia la negritud del mar, a la
espera de un gran pez hambriento.
Hoy
era él, quien en solitario enfrentaba la oscuridad de las
profundidades.
Descendía
lentamente, recordando el modo en que aprendió que la apnea viene
con el tiempo y no sólo con práctica.
Había
advertido los cambios fisiológicos en el organismo y manejaba
perfectamente el ajuste al stress del nuevo ambiente submarino.
No
sentía temor ya y tomaba las cosas tranquilamente, relajandose para
poder bajar la proporción de latidos del corazón. Todo aquello era
una reacción inconciente. A medida que bajaba distraía su mente
concentrado en otras cosas. Hoy pensaba en Teresia, Teresia Teaiwa.
Pensaba en su cabello y sus ojos, tan negros como aquellas
profundidades, recordaba también la boca y el modo en que se
besaban.
Teresia
era la esposa de Sie Teeta. Era bastante más jóven que Uein que era
amigo de su padre.
Con
el suave tirón que indica el fin de la caída y del cordel que lo
sujeta rememora la tarde en que Teresia le confesó su amor. Fue
entonces que comenzaron una aventura que les llenaba las tardes de
amor y adrenalina.
Forzando
un poco la vista pudo advertir un sombra grande que lo sacó por un
momento de sus cavilaciones. No alcanzó a obeservar de que se
trataba, pero llamó su atención la velocidad de aquella critaura
marina.
En
poco tiempo debería subir a tomar aire. Era el momento en que más
expuesto estaría.
La
boca de Teresia volvío a su memoria, el modo en que se besaron
aquella vez en casa de ella, antes de hacerse el amor intensamente en
cada rincón. En las sillas y las mesas, en la cocina, en cada
vericueto se besaron explorandose el cuerpo.
Subía
ahora Uein con la cabeza llena de imágenes deliciosas, la voz de
Teresia le suspiraba aquella poesía que decía:
Si
yo fuese un coco
tu
serías agua salada
en
la calma o en tormenta
yo
podría flotar siempre contigo
respirar
en ti
hasta
que encuentres agua fresca
y
entonces me hundiría,
me
hundiría,
me
hundiría
si
yo fuera un coco
y
tú fueras agua salada
cuando
encuentres agua fresca
me
hundiría,
me
hundiría,
me
hundiría
y
dicen los sabios que no me ahogaré.
El
sol estaba en retirada, y es esa la hora en que tiburones y calamares
gigantes salen en busca de comida.
Aquella
maraña de tentáculos lo alcanzó a pocos metros de la superficie,
cuando el oxígeno gastado comenzaba a envenenar la sangre.
Uein
acariciaba aún las piernas y la espalda morena de Teresia cuando el
calamar gigante lo hundía definitivamente en las cálidas aguas del
mar de Kiribati.
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