La tormenta había
amenazado desde la mañana con descargar en el valle una nevada de antología,
nubes negras y gordas se habían recostado en el oeste contra los cerros y ahí
le aguantaban al viento que desde el Pacífico se filtraba por los cajones de
Los Andes.
En las cordilleras
del norte neuquino agosto se cuela por cada angostura, escarchando el aliento,
torciendo voluntades. El frío vuelve más difícil cualquier tarea, sobre todo
aquellas que se realizan en medio de la sierra, entre la tierra y Dios.
Luis había
trabajado todo el día con ahínco, abriendo acequias para regadío cerca de la
comunidad. Le estaba poniendo empeño a la changa porque no quería fallarle al
compadre Elías que lo recomendara para el trabajo, pero la tarde estaba
avanzada y hacía largo rato que la helada blanqueaba los valles y su lomo.
-
Es hora de dejar – masculló en voz baja
Apoyado en el cabo
del picador se enderezó de a poco. La cintura crujió como un tronco viejo al
quebrase.
Se echó atrás
arqueando la cintura con una mueca de dolor y vio el cielo.
Arriba azul
profundo oscureciéndose hacia el este, algunas estrellas tempranas asomaban en
el horizonte del valle pedregoso. El viento perforaba el oeste fortificado de
la cordillera andina agitando el negro capote de tormenta con que se cubría.
Juntó las
herramientas y fue a dejarlas al reparo de una mata de molle, luego inició el
regreso.
El descenso
apurado y la satisfacción de haber concluido la tarea parecían abrigarlo. Sin
advertirlo bajaba sonriendo, caminaba imaginando el abrigo del “Bar Obrero”
donde seguro encontraría a Guillermo, el amigo que por aquella hora terminaba
el turno en la mina.
Luis se figuró la
cara de Guillermo; él también regresaba sonriendo.
Para Orlando y
Daniel los días se prolongaban más de lo que correspondía a un ciclo invernal
normal. Pasaban larguísimas horas durmiendo al abrigo de los cartones y chapas
que amuradas con piedras completaban aquello que era su hogar. Se arreglaban
siempre cerca del brasero acomodados sobre colchones viejos y algunos trapos.
Los diarios que solían acopiar para hacerse de unos pesos, también servían para
aislar el lecho de la tierra helada.
Ninguno de los dos
sabía que aquellos sueños repetidos les estaban abreviando la existencia;
muchas veces la madrugada encontraba a uno y otro doblado por los espasmos
cerca de la bomba de agua. El catarro se los generaba la mala combustión del
carbón de madera en aquel brasero improvisado en un pedazo de caño traído por
su padre del obrador abandonado por la empresa “Techint”, la que hiciera el
oleoducto hasta Chile.
Daniel y Orlando
eran hermanos; inseparablemente hermanados por la miseria y el abandono.
Daniel casi no
recordaba el rostro de su madre y Orlando, el mayor había olvidado el sonido de
aquella voz que alguna vez le cantó nanas.
Ella, la mamá, se
llamaba Irene, y ninguno de los dos entendía porque con cada despertar acudía a
sus memorias aquel nombre que aún sin rostro y sin voz extrañaban tanto.
Irene cargaba con
toda la belleza de la que puedan alardear las hembras morenas nacidas en el
corazón de América. Las hebras largas de su pelo negro, eternamente recogido en
una cola de caballo incitaban a soñar su espalda.
De ojos pícaros y
expresión angelical cautivaba la mirada de todos los hombres del pueblo que
inútilmente pretendían reprimir el deseo de sus ojos que se iban de paseo
montados en las nalgas ondulantes de la morocha cada vez que les pasaba cerca.
Había torneado aquel cuerpo a fuerza de largas caminatas desde el pueblo hasta
la chacra de sus padres.
Amada en sueños
por muchos acabó conociendo precozmente las obligaciones de las mujeres
campesinas, cuando a los veintitantos conoció a Juan Pedro Álvarez, el padre de
Orlando y Daniel.
Los rigores del
campo y las inclemencias de la cordillera habían hecho de Juan Pedro un hombre
rudo que muchas veces adormecía su infortunio guerreándole a las botellas,
ahogándose en alcohol hasta llegarles al fondo.
Era en esos días,
cuando regresaba borracho a la casa y terminaba la jornada insultándola, a
empujones y sopapos.
Una tarde otoñal
Irene acarreó a rastras todas sus penas hasta lo alto del acantilado, y allí
voló con el pasado hasta las piedras del fondo del despeñadero.
Aunque nadie lo
advirtiese, junto con ella comenzó a morir Juan Pedro.
Un veinte de
enero, para los festejos de San Sebastián, empachado de alcohol, en medio del
tumulto de un juego de tabas, inició una pelea contra Ramón Pereyra un pardo
ladino que ya se había cargado a un indio en las veranadas, cerca del Copahue.
Acabó como un
bulto entre la multitud, atravesado el corazón por el cuchillo de Pereyra.
Orlando y Daniel
nunca conocieron otra cosa que no sea la pobreza y el desamparo. Discriminados
por venir de tan abajo se habían vuelto malos como bichos y cuando no dormían vagaban
por las callejas buscando pleitos. Eran pendencieros y dos por tres se
enredaban en alguna gresca.
Buenos para las
trifulcas iban juntos siempre y salían gananciosos de los líos.
Aquella mañana
despertaron tarde, comieron un poco de sardinas con cebollas y arrancaron para
el boliche donde seguro les fiaban unos tragos. Ellos siempre le cumplían el
pago a Don Esteban, el dueño del “Bar Obrero”, sabían que así siempre podrían
matar la pena en aquel mostrador.
Arribaron al
boliche y ocuparon una mesa donde les aguardaba un mazo de naipes. Jugaron un
truco y entreveraron gritos y cervezas.
Guillermo recorrió
la última pendiente hasta el bar al trote largo, atravesó la puerta de madera y
buscó entre los presentes el rostro de su amigo; cuando estuvo seguro de su
ausencia se arrimó al mostrador y pidió un vaso de vino tinto.
Don Esteban sirvió
la copa en alerta por la gritería de los hermanos Álvarez, a quienes mandó
callar.
-
¡A ver si dejan de hacer kilombo que molestan a la gente! – ordenó.
Daniel sintió
correr la adrenalina por cada vértebra, el alcohol lo condujo a la sensación de
placer que solo experimentaba cuando venteaba una riña.
-
¿Y a vos que te pasa?, ¿te molesta que la gente se divierta?- gritó con
los ojos encendidos.
Guillermo solo
volteó a mirarlo por encima del hombro.
-
¡A vos te hablo!, ¿sos sordo o tenés plata? – insistió
Le hablaba a
Guillermo, sabía que ahí tenía esa noche una oportunidad de pelear. Jamás se
meterían con Don Esteban, aunque la bronca venía por el reto.
El sonido de las
patas de la silla arrastrada se confundió con el de la puerta de madera que se
abría para dejarle paso a Luis que aún sonriente veía a su amigo derrumbarse
bajo los maderos rotos del asiento con que el menor de los Álvarez lo golpeaba.
De un salto ganó
el centro de la escena y con toda la potencia de su puño golpeó la nariz del
agresor.
Daniel fue a dar
la jeta contra el piso y se incorporó vacilante, tomándose el rostro sin
comprender lo que le estaba pasando.
La reacción
instantánea de Orlando dejó sin alternativas a Luis, que recibió todo el peso
de una botella de cerveza a medio tomar y cayó rendido a los pies del atacante,
casi sobre el cuerpo de Guillermo que yacía inmóvil.
Los dos Álvarez
comenzaron a patear alternativamente la cabeza de ambos amigos.
Luis vio como
Guillermo sangraba por la nariz y la boca. En su cabeza todo era silencio.
Los pocos
parroquianos acostumbrados a las riñas de los hermanos se apartaron hacia el
rincón más alejado, y Don Esteban corrió hasta la calle para llamar la atención
de algún vigilante.
Jamás hubiese
imaginado Luis que aquella noche acabaría echando mano al verijero, pero no
tenía alternativas. De un momento a otro perdería el conocimiento y merced del
vértigo de la situación solo imaginaba a su amigo muriendo en aquel bar
mugriento.
Arrojó dos
puntazos desde el piso a las pantorrillas de los buscapleitos que se apartaron
unos centímetros riendo, borrachos de alcohol y fama pueril.
Bastó ese pequeño
espacio para que pudiera erguirse.
Dos puntazos
alcanzaron el costado izquierdo de Daniel; uno en el antebrazo, el otro en el
dorsal.
Orlando se
abalanzó ciego de furia en el momento en que Luis giraba para recibirlo.
-
El cuchillo siempre a la altura de la pera m´hijo…- recordó a su abuelo Pedro
La punta del puñal
cercenó la carne hundiéndose en el pecho, cortando la arteria intercostal
y partiendo el corazón palpitante.
Todo giraba en su
cabeza que continuaba aturdida.
Instintivamente
arrojó dos puntazos más que terminaron en el cuello de Orlando.
Orlando se
escurrió por la cuesta de la vida sin conocer su final.
Alguien aferró a Luis
por la espalda y alucinado de violencia intentó zafarse para seguir cortando.
Percibió que era
su amigo quién lo sujetaba.
-
¡Basta Luis! ¡basta! – gritaba Guillermo con la cara ensangrentada.
Cedió al abrazo,
bajó el cuchillo y se ahogó en llanto.
Miraba sus manos
ensangrentadas y a ratos al joven desconocido que también lloraba abrazando al
muerto.
Sin proponérselo
corrió hacia la calle y arrojó el cuchillo en la acequia cercana, después se
entregó a la policía.
Ahora, Luis
escucha la sentencia sentado en el estrado, su vista encuentra la de Guillermo
que observa entre los curiosos.
No hay familiares
de la víctima, tampoco su hermano menor.
-
El Tribunal va a dictar sentencia. El acusado tiene derecho de expresarse.
¿Desea decir algo? – manda el Juez con imperturbable cara de póker.
Luis se pone de
pie, alcanza al Juez con la mirada. Sus ojos siguen húmedos desde aquella
noche.
-
Señor Juez, cualquiera sea el fallo yo ya he sido condenado a soñar eternamente
el rostro de aquel hombre que maté.
-
Habiendo sido escuchadas las partes, analizada que fue la prueba obrante en
autos, y de los testimonios recibidos, éste Tribunal encuentra a Luis José
Martínez inocente de los cargos de homicidio en riña.
Luis despertó cada
noche llorando rostros soñados, hasta el día en que murió.
A pesar de no haber
trabajado nunca en las minas, a Daniel lo mató una neumoconiosis de los mineros
del carbón, una enfermedad pulmonar causada por la inhalación prolongada de
polvo de carbón y sílice.
Dicen que lo mató
el abrigo del calor del brasero de su casa; yo sé que lo mató la pobreza.